Claudia Marsicano y su equipo durante las campañas de investigación. Fotos: Gentileza Marsicano.
Era el año 1923 cuando Thomas Midgley Jr. se frotó las manos con gasolina, acercó su nariz y olió el líquido durante unos minutos. Quería probar que la producción de combustible con plomo no era la causa de los problemas de salud en los obreros en General Motors. Dicen sus biógrafos que después de la demostración tuvo que tomarse unas largas vacaciones.
En la década del treinta, el ingeniero estadounidense le puso –nuevamente– el cuerpo a sus inventos: sentado frente a un gran escritorio de la American Chemical Society inhaló gases CFCs y sopló una vela hasta apagarla. No pasó nada. Había creado un nuevo refrigerante que ostentaba ser ininflamable e inocuo para la salud humana.
> Leer también: El imaginario rebelde.
Aquellos gases eran los clorofluorocarbonos, moléculas ideadas para reemplazar al amoníaco en los equipos de aire acondicionado y heladeras; un éxito de la industria que produjo un millón de toneladas al año. Hoy sabemos que son villanos que devoran el ozono, ese escudo natural que nos protege del sol.
Predicciones e incertidumbre
La primera vez que los investigadores llamaron la atención sobre el impacto de los CFCs en la alta atmósfera fue en 1974. Una década después, una publicación en Nature comprobaba que sobre la Antártida faltaba mucho ozono. Sin embargo, los satélites de la NASA que monitoreaban todo el globo no lo habían advertido. ¿Qué sucedía? ¿Un error de medición? El índice del gas estaba por debajo de lo previsto en el modelo que registraba las mediciones.
Hoy, la comunidad científica se reúne en torno al Protocolo de Montreal, una estrategia internacional creada en 1987 para proteger la capa y legislar sobre el problema. También, la información está a un click de nosotros. Podemos ver las imágenes que la NASA publica en su web y observar cómo cada año, durante la primavera, aparece una gran mancha violeta más o menos redondeada sobre la Antártida.
“Muchas veces los adelantos en tecnología suceden más rápido que el conocimiento de sus consecuencias. Aunque se pudo frenar la producción industrial de CFC, estas moléculas son poderosas y no van a desaparecer hasta fines de siglo”, dice Elián Wolfram, investigador de CONICET en el Instituto de Investigaciones Científicas y Técnicas para la Defensa (CITEDEF).
En realidad, lo que conocemos como agujero no es tal, sino una gran disminución de ozono. Esa especie de orificio se forma y luego se expande sobre la Antártida durante la primavera.
Al sur
El fenómeno se explica por las características especiales de la región, ya que de mayo a septiembre se produce un remolino de viento sobre el Polo Sur que mantiene aislado el aire del interior. Es lo que los científicos llaman ‘vórtice’. Allí, se forman unas nubes especiales de agua y ácido nítrico que desempeñan un papel importante en el comportamiento químico del aire: liberan cloro. Esos átomos de cloro estuvieron, alguna vez, en un aerosol que alguien compró hace sesenta años en un supermercado de Chicago, o algún otro lugar del mundo.
Con la llegada de la primavera, aumenta la luz solar y las moléculas de cloro se activan destruyendo el ozono dentro del vórtice. Por eso es que el agujero es especialmente grande en los meses de septiembre y octubre. A fines de noviembre, los límites se desdibujan, la masa de aire carente de ozono se libera y se forman manchas sobre el continente sudamericano.
“El año pasado, durante el mes de octubre hubo otro pico histórico de disminución del gas, que repercutió en la Patagonia y en las regiones de latitudes medias, como Buenos Aires”, ejemplifica Wolfram sobre la relevancia del problema para nuestro país.
“El tema parece haber pasado de moda, pero la pérdida de este gas vital tiene consecuencias muy graves para el desarrollo en la Tierra”, dice, en relación con la radiación solar nociva. Wolfram, que es especialista en monitoreo atmosférico y trabaja en relación permanente con la NASA, acentúa la necesidad de pensar el problema en términos de actualidad, ya que los pronósticos de hace dos décadas se están cumpliendo.
Una cuestión de latitud
Para la comunidad científica, el desafío es pensar los problemas que acarrea la disminución del ozono en el nuevo escenario de cambio climático. Así lo expresan el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) y la Organización Meteorológica Mundial (OMM) en la última Evaluación científica del agotamiento de la capa de ozono 2014, el documento de mayor consenso sobre la temática a nivel global.
Más de trescientos investigadores de todo el mundo trabajan para saber cómo influyen dos procesos claves en la recuperación del ozono estratosférico. Por un lado, se cree que, efectivamente, la reducción de cloro se está produciendo. Los CFCs fueron prohibidos y la industria los reemplazó en casi todo el mundo. Pero, por otro lado, el aumento constante de la temperatura estratosférica arriba de la Antártida también disminuiría el área que ocupa el agujero.
En este sentido, también el especialista argentino en monitoreo de ozono y radiación solar asegura que la atmósfera de hoy no es la misma de hace veinte años. Afirma Wolfram: “Monitoreamos los gases atmosféricos del hemisferio sur para actualizar modelos, no alcanza con las predicciones. Particularmente, nos interesa entender qué sucede en las regiones comprendidas entre el trópico y el polo, donde viven muchos argentinos”.
El equipo de trabajo desarrolla sus estudios en el Centro de Investigaciones en Láseres y Aplicaciones (CEILAP). A través de un sistema de sensado remoto miden la concentración de las moléculas con tecnología de rangos de luz, conocida como LIDAR. Es decir, escanean la capa de ozono desde puntos específicos del territorio. Este registro permanente permite el seguimiento a largo plazo de los gases que agotan el ozono.
Río Gallegos es un punto clave para obtener datos. Allí, investigadores argentinos, chilenos y japoneses observan qué sucede más allá de las nubes. Los estudios se centran, también, en la radiación ultravioleta. En la estratósfera el ozono absorbe más del 97% de la radiación solar.
Ya lo sabemos, la consecuencia más terrible de la desaparición del ozono es que los rayos solares lleguen a nosotros directamente, sin filtro. Esta radiación es invisible y peligrosa para la vida en general, tal como lo afirma la Organización Mundial de la Salud.
Si Midgley tuviera que testear sus CFCs en el siglo XXI, debería someterse a exposiciones prolongadas a los rayos del sol. Tendría que trabajar, por ejemplo, seis horas al aire libre durante la primavera y el verano, en cualquier provincia del centro de Argentina. Y, conforme a sus antecedentes, lo haría sin cremas de protección solar, sin sombrero y sin anteojos.
Aunque el Servicio Meteorológico Nacional brinde el dato de la radiación diaria, ¿estamos atentos?, ¿hay que cuidarse del sol todo el año? Esas preguntas también se las hacen los científicos. Así, investigadores argentinos y japoneses construyeron el Solmáforo, un aparato cuyos sensores perciben la radiación como lo haría la piel humana. Basado en un índice internacional del 1 al 11, el peligro de exposición se representa mediante esa escala y un color.
Elián Wolfram y su equipo intentan visibilizar que el problema se extiende en todo el territorio, y resaltan que sus consecuencias están íntimamente atadas a la latitud. Según el ángulo con que los rayos de sol lleguen a la Tierra, la falta de ozono será más o menos conflictiva. Esto explica que, aunque el vaciamiento del ozono ocurre en la región más austral, el desplazamiento atmosférico sobre el continente americano vuelve más compleja la situación.
Fin de siglo
Según publica la investigadora Susan Solomon en la revista Science de junio de 2016, se espera que la capa de ozono se recupere, muy lentamente, luego de que se estabilicen los índices de pérdida de ozono; se reduzca la presencia de CFCs y otros gases contaminantes en el ambiente y, en la última etapa de recuperación, se incremente la cantidad de ozono. La científica, de la universidad de Minesotta, destaca que las mediciones de las dos primeras etapas ya se llevaron a cabo con resultados alentadores, pero las del último estadio son aún inciertas. En 2015 la falta del gas fue, nuevamente, preocupante: el agujero llegó a un tamaño similar al de toda América del Norte.
> Leer también: Ruido blanco.
Jonathan Shanklin, uno de los científicos emblemáticos en el tema –quien publicó en la revista Nature la confirmación sobre el daño causado por los CFCs en 1985– cree que hay que ser cauteloso en las afirmaciones. “Algunos investigadores empezaron a hablar de recuperación, pero yo creo que esto es prematuro”, dijo hace unos años en la misma revista. Del mismo modo lo considera Wolfram: “Yo también creo que aún no podemos decir que el agujero de ozono se está cerrando. No deberíamos perder de vista que los pronósticos son a ochenta años”.