En entrevista con Argentina Investiga, Percy Nugent, ecólogo e investigador del Instituto de Ciencias Sociales y Administración de la Universidad Nacional Arturo Jauretche, brinda detalles acerca del proyecto de investigación PICTO-CONUSUR que dirige: “Producción de alimentos en la agricultura familiar en los modelos de desarrollo local”.
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–¿Cuál es el marco de este proyecto de investigación y hacia dónde apunta?
–El proyecto lo llevamos adelante con colegas de UNAHUR, que se especializan en bioquímica y microbiología en alimentos, y busca evaluar, mejorar las posibilidades y promocionar prácticas de valor agregado en la producción de hortalizas de la zona. Esto implica evitar el descarte, mejorar las condiciones de sanidad y salubridad de algunos productos para adecuarlos a las normas del servicio nacional de sanidad. La provincia de Buenos Aires empezó a instrumentar una nueva normativa que está en marcha, que son las PUPAAs (Pequeñas Unidades Productivas de Alimentos de la Agricultura Familiar) y nosotros tomamos ese modelo y trabajamos en Berazategui con dos organizaciones (vamos a tratar de sumar una tercera) que tienen tres esquemas distintos: un esquema de cooperativa muy pequeña, una unidad familiar y una gran organización que puede acopiar grandes cantidades. Nuestra idea es ayudarlos con la colocación de productos en la Ley de Góndolas.
–¿La región del AMBA es una de las zonas características de este tipo de producción?
–Es una zona productora de alimentos muy importante. Pero lo que era un cordón hace cien años hoy es lo que un investigador llama “un archipiélago de islas” con algunos núcleos. Hoy los núcleos más importantes son en el norte y en el sur del AMBA. En el sur, esos núcleos son La Plata y otro muy importante es Varela-Berazategui, cuyo principal límite quizás sea el Parque Pereyra (aunque del otro lado del Parque quedan algunas quintas remanentes de la colonización de la época de Perón). Y esto continúa con Almirante Brown y la espalda de San Vicente. Después, tenemos todo el núcleo Norte con Escobar, Moreno, toda esa zona que también es muy importante. Estos dos grandes núcleos del AMBA constituyen una de las zonas más importantes para la producción de alimento fresco que se consume todos los días en el país. Con La Plata producimos casi el 80% de lo que se consume de hojas frescas en el país. Ahora está pasando que con la presión del modelo soja, estos sectores se han retraído de manera muy importante a las grandes ciudades, donde está la oportunidad del comercio, de la venta, y de acceso a servicios como educación y salud para esas familias.
–¿Cómo se conforman estas zonas de producción?
–Se arman zonas alrededor de las grandes ciudades (en Rosario pasa lo mismo, en Córdoba, también) con distintas modalidades. Es una realidad muy importante de la producción de alimentos de nuestro país que no está visibilizada. Si bien hay, obviamente, otros lugares donde se producen alimentos frescos (áreas específicas en Misiones, en el Valle de Río Negro), está dándose en las últimas décadas este escenario de personas que vienen a la ciudad. En la Argentina tenemos más del 95% de población urbana. Esto quiere decir que no hay gente en el campo. Y en un campo mecanizado, automatizado, tampoco sé si hay razón de que la haya.
–Una convivencia de lo urbano con lo rural…
–Que le da una particularidad muy importante. Pero en la Argentina, y en otros lugares de América Latina, producir al lado de las ciudades es un fenómeno que se ha instalado. Porque el agronegocio extensivo, agroindustrial, de alta economía financiera está expulsando, desde hace décadas, a los pequeños campesinos del campo. Esa gente desaparece de la producción de alimentos o viene a encontrar en el borde de las ciudades pequeñas oportunidades. La agricultura familiar en nuestra zona funciona como unidades productivas que oscilan en dos hectáreas y medio en promedio, y en un porcentaje significativo de menos de una hectárea. Es un sector de la economía social de bajos recursos, de mano de obra intensiva, donde la familia vive en el lugar en que produce, rodeados de sus cultivos, a veces en lugares tan exiguos que nos asusta un poco porque viven en los caminitos entre los que están cultivando.
–Teniendo en cuenta esta matriz territorial del periurbano y su importancia en términos de soberanía alimentaria, ¿cómo es el perfil del productor de esta zona?
–Es un perfil donde funcionan organizaciones de productores unifamiliares, que tienen una pequeña cooperativa; también existen otras cooperativas o asociaciones que nuclean a diez o a veinte personas, a lo sumo treinta; y después están las organizaciones grandes, que mueven cientos (la UTT, el MTE, el Frente Agrario). Estos últimos tienen otras condiciones, tienen sus propios mecanismos de concentración y colocación. En este modelo pequeño queremos representar esa diversidad de posibilidades para abordar distintas cuestiones: resolver el problema de la producción familiar autorizada (PUPAAs) y también escalar a mercados locales concentradores y Ley de Góndolas. Porque, por ejemplo, en el Municipio de Berazategui sacaron una ordenanza que convalida la Ley de Góndolas y le da prioridad al consumo local, entonces, tratamos de que una cosa hilvane con otra.
–¿De qué manera ayudan a los productores para lograr presencia en estos espacios de comercialización?
–Trabajamos con un modelo que se llama “investigación-acción participativa”. Todos nuestros proyectos salen de mesas territoriales que armamos con los municipios, la Provincia, el INTA, con el SENASA. Convocamos a las organizaciones de productores y a los organismos públicos a una mesa. Así trabajamos en todos lados. Por ejemplo, en El Pato funciona una mesa territorial del Sur de Berazategui donde hay siete u ocho organizaciones de todas las escalas, el Municipio, el INTA, el SENASA y ahí discutimos los problemas y se perfilan los proyectos. Este enfoque implica reconocer que los saberes no son exclusivamente de la Universidad o del ámbito científico sino que surgen del diálogo con esa comunidad.
Ese es el eje de la investigación acción participativa. Hacer un diagnóstico desde afuera y llegar a contarles puede ser una base de mala información. La interacción enriquece la calidad de la información con la que trabajás, pero la información significa diálogo, y eso retroalimenta la capacidad de innovación. Porque detrás de todo esto hay innovación, no hay recetas mágicas.
–Pensar en el territorio está ligado también al respeto y al reconocimiento del otro.
–Eso es muy importante porque la misma mirada sobre el territorio es una construcción colectiva de las personas que habitan una región y no solamente un hábitat natural. En realidad lo que define es la interacción socio-ecológica entre lo que te tocó ocupar y lo que construimos como historia, como pueblo, como ciudadanía, como proyecto de Estado o de Nación.
–Este proyecto busca dar respuesta a cosas concretas: ubicar los lugares, acondicionarlos, hacer la práctica, orientarlos en el tipo de cultivos que tienen que hacer para poder sostener la práctica de venta. –Con las compañeras de UNAHUR lo que hacemos es medir en laboratorio las condiciones, la durabilidad, la calidad y la sanidad de esos productos en una serie de tiempo que tiene que ver con colocarlos en una góndola; que duren y que cumplan las normas que tienen que cumplir. Eso implica capacitación en manipulación, saber cómo hacer las cosas, conocimiento de las enfermedades transmisibles para evitarlas y también traccionar hacia un tipo de cultivo que tenga una oferta alimentaria más integral.
Nosotros vamos a trabajar inicialmente con lo que se llama cuarta gama, esa bandeja cubierta con film donde hay una serie de picados, trozados, que están tipificados. Vamos a trabajar con tres o cuatro variedades: ensaladas invierno-verano, la base para un guisado, y la base para sopa o puchero. Eso implica un montón de procesos técnicos. Cada vez que ponés el cuchillo estás inoculando algo, y si lo hacés treinta veces tenés treinta inóculos. Una cosa cotidiana como es cortar la verdura en casa es un problema cuando se hace a escala. Y es un problema cuando se hace en un lugar de trabajo cuyas condiciones sanitarias tienen que tener unas reglas de juego. La cuestión sanitaria es importantísima pero además se transforma en una cuestión comercial y de desarrollo, por eso nuestros productores están en la informalidad siempre porque venden todo en negro.
–¿Esto es un problema de este periurbano o de los periurbanos en general?
–Es un problema en general de la producción de alimentos. Cuando estás muy capitalizado y estás en grandes cadenas, tenés los fondos, los recursos, los técnicos para cumplir ciertas cosas. Cuando salís de ahí, vas corriendo detrás de poder comer de lo que producís. Hay un montón de huecos que la economía informal tiene en todos los demás rubros. Acá hay un problema de salud central. Nosotros a eso le atamos otros procesos: qué cultivo, cómo cultivo, si cultivo de determinada manera además de cuidar el suelo y el agua tengo más diversidad, más diversidad son otras oportunidades de venta. El esquema tradicional al que muchos productores han migrado es sujetarse a la demanda de los mercados concentrados; hacen lo que les piden, cuando su campo da para otra cosa. Y además esas otras cosas pueden hacer funcionar mejor el campo desde todo punto de vista: desde lo económico, desde lo ecológico, desde lo agronómico por supuesto y desde la salud del trabajo.
–¿Cómo es la recepción de las familias productoras ante estas propuestas de intervención y asesoramiento, pensando en el cambio que implican en relación con las formas en que ellos tradicionalmente han trabajado?
–En general la capacidad creativa de la gente, sobre todo de la gente pobre, te asombra. Hay una reinvención todos los días para sobrevivir. Y además conocen. Las organizaciones tienen cuadros muy formados, gente que estudia, que va a todos los cursos que puede, que se informa. Es esperanzador porque hay un ida y vuelta. Todos estos proyectos salieron del debate con la gente por necesidades, y necesidades que no son de corto plazo. Hay muchas que son estructurales.
–¿Cuáles son esas cuestiones estructurales que atraviesan el proyecto?
–Una es la cuestión de la informalidad que trae consecuencias tanto sanitarias como económicas. Mucha de la plata de la comercialización de alimentos circula en negro. Se blanquea cuando entra a la punta final de las grandes cadenas de comercio, pero en el medio hay mucho dinero que sale y entra mano a mano. Porque, además, el sistema bancario no está pensado para eso. La economía social funciona dentro de lo que puede y como puede, con una gran capacidad de inventiva.
El otro problema estructural es que en la informalidad hay una cadena de pagos de una injusticia absoluta. Una jaula de verdura que pueden pagar al productor a $ 50, en el caso del tomate, hubo días en que se vendieron a $ 7.000. Y el productor es el que pone el trabajo, los insumos, el alquiler de la tierra y el que se hace cargo de las pérdidas.
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Ese es otro problema estructural que tiene que ver con lo que se conoce como economía circular: en la cadena de transformación desde un recurso natural primario hasta el producto final hay mucho desperdicio, y ese desperdicio muchas veces se produce por no darle la oportunidad a usarlo. Este proyecto trata, además, de darle condiciones sanitarias al aprovechamiento de eso.