La ingesta frecuente de tararira, pejerrey, dientudo, bagre o mojarras provenientes del embalse Río Tercero representa un posible riesgo toxicológico para las personas, especialmente por la marcada presencia de mercurio y arsénico, cuyos niveles estuvieron por encima de la dosis de consumo permitida por día, según estándares internacionales.
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El dato es resultado de un estudio pionero en ese reservorio de agua dulce, llevado adelante por Paola Garnero y María de los Ángeles Bistoni, ambas investigadoras del Instituto de Diversidad y Ecología Animal (Idea – UNC/Conicet), y Magdalena Monferrán, del Centro de Investigaciones en Bioquímica Clínica e Inmunología (Cibici –UNC/Conicet).
El trabajo examinó la concentración de aluminio, cromo, estroncio, cadmio, níquel, plomo, selenio, mercurio (metales y metaloides) y arsénico. Con esos datos trazó distintas evaluaciones de riesgo, determinadas por estándares internacionales de consumo, como la ingesta diaria admitida, el consumo de pescado a lo largo de la vida, y el riesgo carcinogénico (en el caso específico del arsénico).
El hallazgo de esos elementos químicos, como sucede en otros embalses y ríos de la provincia de Córdoba, enciende una alerta porque se trata de contaminantes inorgánicos que no se degradan. Ello imposibilita que sean eliminados de los ecosistemas mediante procesos naturales, tornándolos altamente persistentes.
“Los metales ingresan a los cuerpos de agua y pueden encontrarse en el material en suspensión o depositarse en los sedimentos, y desde allí ser una fuente de alimentación de la fauna”, explica a Argentina Investiga Garnero, bióloga y una de las autoras del estudio.
“Dentro de los embalses y los ríos, los metales se mueven desde el sedimento a la columna de agua, y se acumulan en los organismos acuáticos a través de las branquias y la piel, o por el consumo de alimentos contaminados. Este es el comienzo de la transferencia trófica, donde los contaminantes se trasladan y llegan a los peces que consumen las personas”, agrega.
Parámetros e índices analizados
Para analizar la concentración de elementos químicos se llevaron a cabo dos campañas de muestreo. La primera, en julio de 2014, considerada estación seca, y la segunda, en marzo de 2015, durante la estación húmeda. Las investigadoras seleccionaron tres sitios: Río Grande, un lugar rodeado de cultivos principalmente de soja; Embalse, una zona turística con asentamientos humanos; y la Central Nuclear, un área cercana al canal de enfriamiento de agua de la Planta Nuclear Embalse, donde también se observaron prácticas agrícolas.
Para evaluar el riesgo potencial que tienen para la salud humana los elementos encontrados, las autoras tuvieron en cuenta los niveles máximos permitidos de exposición por ingesta a determinados metales, conocidos como “dosis oral de referencia”, un parámetro establecido por la Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos.
“La Secretaría de Ambiente de la Nación propone índices reguladores de protección para la biota acuática de algunos agentes tóxicos (entre ellos, metales), pero no pudimos encontrar valores máximos permitidos de consumo para los elementos medidos en este estudio”, comenta Garnero.
Teniendo en cuenta esa referencia internacional, las investigadoras trabajaron con tres índices para estimar los peligros por ingesta de músculo de los peces mencionados: la Ingesta Diaria Admitida (IDA), el Coeficiente de Peligro Objetivo (CPO) y el Riesgo Carcinogénico (RC).
La IDA es usada para saber si un consumo diario de una determinada cantidad de pescado supera la dosis de metal permitida según los índices de referencia. Para esta ecuación las investigadoras establecieron un consumo de 175 gr. de pescado por día para adultos y 87,5 gr. para población infantil, teniendo en cuenta un peso corporal promedio de 70 kg para adultos y de 25 kg para niños/as.
“En el caso del arsénico y el mercurio, los valores de IDA calculados fueron más altos que los permitidos en todas las especies y en los dos rangos etarios. Tal como demuestran estudios previos en otros ríos y diques de Córdoba, el pejerrey es una de las especies más propensas a acumular metales”, subraya la especialista.
El CPO, en tanto, se aplica para conocer el riesgo al que la población puede estar expuesta por el consumo de pescado a lo largo de su vida. Esta ecuación tiene en cuenta la concentración de metales registrados en los peces, la cantidad y la frecuencia del consumo promedio en adultos, el peso corporal y un promedio de vida de 70 años, para indagar consecuencias a largo plazo.
Por último, también trabajaron con el RC, estimado como la probabilidad de una persona de desarrollar cáncer como consecuencia del consumo durante toda la vida de estas especies de peces provenientes del embalse. Este índice se determinó sólo para el arsénico.
Según detalla el trabajo científico, estos dos últimos índices se evaluaron, además, teniendo en cuenta diferentes frecuencias de consumo: la ingesta por parte de la población general, los pescadores y la frecuencia de consumo recomendado por la American Heart Association, máxima referencia científica en cardiología a nivel mundial.
“Decidimos establecer tres marcadores distintos de consumo: una vez al mes para la población general, cuatro veces al mes para quienes se dedican a la pesca y la recomendación de la asociación cardiológica que es de ocho veces al mes”, explica Paola Garnero.
Conocer para prevenir
Los resultados obtenidos en este estudio y en investigaciones previas del mismo equipo de científicas confirman la presencia de todos los elementos químicos analizados en las seis especies de peces examinadas, en el agua y en los sedimentos del embalse Río Tercero.
Sobre la base de los índices analizados (IDA, CPO y RC) que relacionaron variables como cantidad de material ingerido, peso corporal, edad y frecuencia de consumo, entre otras, sus autoras observaron que la exposición al arsénico y al mercurio es la que representa un mayor riesgo para la salud de la población. Los valores de estos índices en la mayoría de las especies estudiadas estuvieron por encima de los máximos establecidos. Garnero explica que la frecuencia de ingesta es el indicador que más aumenta el peligro: un consumo de ocho veces al mes es el que presenta mayor riesgo de exposición para la población.
“El pescado es un componente valioso para la dieta humana. Sin embargo, en estas condiciones su consumo debe limitarse ya que constituye una amenaza para la salud, principalmente para la población aledaña a la zona afectada, por ser la que más usa estos alimentos”, sugiere la bióloga.
En esa línea, el estudio subraya la importancia de las evaluaciones de riesgo en ambientes acuáticos, ya que la presencia de estos contaminantes en peces puede generar un problema para la población local, zonas aledañas y las personas dedicadas a la pesca. “Los resultados de este trabajo son un punto de partida para estudios adicionales. Esta información podría contribuir con datos para el desarrollo de políticas para proteger los ambientes acuáticos y a quienes interactúan con ellos”, proponen sus autoras.
“Con esta investigación no pretendemos alarmar a la población o desalentar la ingesta de este nutriente, sino realizar un aporte valioso para advertir sobre la contaminación y desarrollar políticas preventivas y paliativas. Siempre resulta fundamental conocer lo que vamos a comer para cuidar nuestra salud”, propone Garnero.
Peces contaminados y potenciales riesgos para la salud
La incorporación del pescado a la dieta es una recomendación de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización de las Naciones Unidas para la alimentación (FAO). Su carne es una fuente importante de proteínas, minerales y vitaminas. Además, conlleva otros beneficios debido a su alto contenido de ácidos grasos esenciales, especialmente de la familia de los omega-3.
Sin embargo, en los últimos años creció el interés en la comunidad científica por conocer los riesgos potenciales para la salud humana derivados de la ingesta de pescado expuesto a distintos contaminantes del ambiente. “Diversos estudios científicos demostraron que el consumo de alimentos es la vía principal para la exposición humana a metales y otros elementos químicos, en comparación con otras vías como la inhalación y el contacto dérmico”, apunta Garnero, y expone que los trastornos digestivos, la hipotensión y la taquicardia son los problemas de salud más comunes asociados a la ingesta de arsénico.
Según reseñan en su trabajo, el arsénico en el agua es un problema mundial con gran impacto en las regiones más pobres del mundo: en América Latina afecta al menos a 14 países y las áreas más críticas son la Argentina, Chile y México. “La exposición crónica a esta sustancia está asociada a una variedad de patologías, que incluye diversos tipos de cáncer (pulmón, piel, vejiga y riñón), enfermedades cardiovasculares y afecciones perinatales”, advierten las autoras.
El mercurio es considerado uno de los metales neurotóxicos más peligrosos para la salud humana por su capacidad de sobrepasar las barreras del sistema nervioso central y afectar principalmente al cerebro. “Es un riesgo para el desarrollo del sistema nervioso central en embriones, niños y niñas y personas mayores de cincuenta años, por su gran capacidad de acumulación. Se comprobó que la presencia de mercurio en las dietas de embarazadas puede provocar efectos adversos en el desarrollo del feto”, señala.
Para dimensionar el peligro de contaminación por metales, Garnero recuerda la enfermedad de Minamata, desatada en Japón en los años ‘50. “Fue uno de los mayores casos de envenenamiento con mercurio por consumo de pescados y mariscos. Si bien es un caso extremo, sirvió de puntapié inicial para el avance de muchas investigaciones científicas en torno a esta problemática”, asegura.
La publicación y sus autoras
“Concentraciones de oligoelementos en seis especies de peces de ambientes lénticos de agua dulce y evaluación de posibles riesgos para la salud según estándares internacionales de consumo” (Trace element concentrations in six fish species from freshwater lentic environments and evaluation of possible health risks according to international standards of consumption).
Paola L. Garnero | Instituto de Diversidad y Ecología Ambiental (Idea). Conicet. Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. Universidad Nacional de Córdoba. María de los Ángeles Bistoni | Instituto de Diversidad y Ecología Ambiental (Idea). Conicet. Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. Universidad Nacional de Córdoba. Magdalena V. Monferran | Centro de Investigaciones en Bioquímica Clínica e Inmunología (Cibici). Conicet. Facultad de Ciencias Químicas. Universidad Nacional de Córdoba.
Minamata: el caso que inició los estudios científicos sobre daños producidos por metales
Minamata es una pequeña ciudad del sur de la isla de Kyushu, en Japón, en la desembocadura del río Minamata que se abre a la bahía del mismo nombre y al mar de Yatsushiro. En 1956, al comienzo de esta historia, tenía unos 50.000 habitantes.
El 21 de abril de 1956, Tsukinoura, una niña de cinco años oriunda de esta ciudad japonesa, amaneció con convulsiones y dificultades para caminar y se transformó en el primer caso bien documentado de la enfermedad de Minamata. Su aparición fue reconocida oficialmente el 1 de mayo, cuando ya había otras cuatro personas enfermas en el hospital.
Cincuenta años antes, se había instalado en esa ciudad la empresa Chisso (Nippon Nitrogen Fertilizer Corporation) que, a partir de la década del ‘50, comenzó a producir acetaldehído, un compuesto utilizado en la síntesis de plásticos y otras aplicaciones. La ciudad creció a la par de la fábrica, su industria más importante.
Para la síntesis del acetaldehído era necesario el mercurio como catalizador o acelerador de la reacción química. El sobrante de este compuesto se vertía al mar donde se transformaba en metilmercurio, un elemento mucho más tóxico y fácilmente asimilable por los organismos vivos. Los peces morían, las algas no crecían y, en tierra, los gatos y las aves agonizaban.
Aunque las primeras investigaciones identificaron el mercurio como la causa de la enfermedad de Minamata, las autoridades locales y la empresa no utilizaron este dato para contener la extensión de la enfermedad. Hubo que esperar hasta 1971, quince años después, para que la justicia declarara culpable a la empresa Chisso.
Luego de muchos estudios científicos, se descubrió que la causa de la enfermedad de Minamata era el envenenamiento con metilmercurio asociado al consumo diario de grandes cantidades de pescado y mariscos contaminados. Quienes la padecen pueden presentar síntomas muy variados según el grado de exposición al tóxico.
Los casos más graves se caracterizan por problemas sensoriales, sobre todo en las extremidades, problemas de movimiento y equilibrio y reducción del campo visual. Hay otros signos de problemas neurológicos como la dificultad en el habla, la pérdida de la audición, el movimiento de los ojos y los temblores. Los casos más suaves incluyen sensación de pinchazos en las extremidades (parestesia), dolor en las articulaciones, problemas en el uso de los dedos, dolores de cabeza, fallos de la memoria e insomnio.
En 2010, 2771 pacientes recibieron el certificado oficial de padecer la enfermedad de Minamata y más de 4.000 presentaban síntomas leves. Asolada por la enfermedad y la crisis económica, la ciudad de Minamata perdió a casi la mitad de su población.
“El caso Minamata” fue el puntapié inicial para comenzar con los estudios sobre daños producidos por metales pesados. Sin embargo, los expertos y las expertas coinciden en que no ha terminado. Falta conocer aún los efectos a largo plazo de este y otros contaminantes que, aunque en concentraciones bajas y absorbidas en pequeña cantidad durante muchos años, pueden provocar efectos aún desconocidos.
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Fuente: Cuaderno de cultura científica. Ciencia infusa. “El caso de los enfermos de Minamata” (04 de marzo de 2018).